Análisis económico de externalidades ambientales. Guía para decisores

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Análisis económico de externalidades ambientales. Guía para decisores

Resumen

Las externalidades ambientales son sólo una clase particular de externalidades (o efectos externos). No son más importantes que cualquier otro tipo de externalidad económica pero no sería posible encontrar argumentos racionales para justificar que lo son menos. Si se desea adoptar decisiones más complejas y, por lo tanto, mejores, estas externalidades deberían ser debidamente cuantificadas e incorporadas en el marco de un análisis coste-beneficio de las decisiones públicas o privadas de la sociedad. En ese caso, pueden ser contabilizadas como costes de nuestras decisiones (aumento en la morbilidad como resultado de la contaminación atmosférica, daños en propiedades inmobiliarias en zonas rurales como resultado de inundaciones por una prevención inadecuada, etc., por citar algunos ejemplos) o, en su caso, como beneficios de las mismas (i.e., la reducción de la contaminación de las aguas en la cabecera de los ríos). A menudo se argumenta que el mayor obstáculo para incorporar estas externalidades en el análisis económico de políticas públicas o decisiones privadas tiene que ver con su dificultad para ser valoradas monetariamente. De hecho, tiende a hablarse de ellas en muchas ocasiones como efectos intangibles. Curiosa expresión si lo que se pretende sugerir es que una infraestructura física para el transporte o una unidad de energía obtenida a partir de la combustión de carbón son bienes tangibles y el ingreso hospitalario de ancianos con problemas asmáticos asociados al aumento de la concentración de contaminantes o el ruido asociado a la congestión urbana no lo son. Es posible que exista alguna razón para argumentar así pero, desde luego, no es fácil de detectar. Nadie mejor que un responsable de las cuentas públicas sabe que las importaciones de productos derivados del petróleo suponen una importante salida de divisas, de modo similar a como la atención primaria en centros hospitalarios por dolencias asociadas a la contaminación atmosférica urbana consume igualmente un volumen no despreciable de recursos públicos. El primer desafío, por lo tanto, consiste en reconocer su existencia. Sólo entonces podrá uno plantearse su valoración en unidades físicas, su traducción a unidades monetarias y su inclusión en un marco de análisis. Cabe recordar que la aproximación del análisis económico a la gestión económica de recursos naturales y la calidad ambiental (como parte del discurso sobre la sostenibilidad del modelo de desarrollo), ha sido especialmente intensa a lo largo de las tres últimas décadas. Los economistas han desarrollado (o adaptado, en el peor de los casos) un potencial analítico notable y numerosos instrumentos cuyo objetivo último es contribuir a optimizar los procesos de toma de decisión colectiva. En algunos ámbitos de la política ambiental y pese a notables dificultades de orden práctico, todo sugiere que el progreso ha sido notable (i.e. el mercado de permisos negociables de emisiones de gases de efecto invernadero en la Unión Europea); en otros, por el contrario, los avances son escasos cuando no contraproducentes. En esencia, hay dos motivos básicos que permitirían sostener esa visión algo escéptica. Por un lado, los procesos de toma de decisión se han mostrado impermeables, en muchas ocasiones, a las contribuciones del análisis económico. Bien es cierto que dicha desconfianza puede haber sido recíproca, como se pone de manifiesto en la escasa pedagogía de algunas propuestas sobre modificación de marcos de tarifas en el suministro de agua en la América Latina (pretendidamente sobre la base del principio de recuperación de costes), con evidentes impactos distributivos sobre los usuarios finales con menor ingreso per capita, por citar un ejemplo recurrente y especialmente nítido. Por otro lado, muchas veces la contribución del análisis económico ha quedado limitada a una esfera estrictamente financiera, cuya frontera debiera haber sido superada precisamente para incorporar efectos externos. Dicho de otro modo, se emplea la aportación de los economistas como expertos financieros cuando, quizás, el valor añadido reside en su contribución en el campo de la eficiencia estática y dinámica, en el análisis de impactos sobre el bienestar, y en consideraciones distributivas. En términos generales, la contribución del análisis económico a la definición de políticas ambientales integradas puede ordenarse en torno a dos fenómenos relacionados pero distintos: el creciente interés en el empleo de mecanismos basados en incentivos, y las posibilidades que ofrecen los instrumentos del análisis económico en los procesos de decisión pública: el análisis coste-beneficio, el análisis coste-eficacia, etc. La influencia del economista en la identificación de necesidades y la formulación o evaluación de políticas puede desarrollarse a diferentes niveles. En primer lugar, con una defensa racional del análisis económico como instrumento de eficiencia a través de sus propias investigaciones, su labor de divulgación o su actividad docente. En segundo lugar, analizando, como parte del proceso y en el marco del ciclo de una política, los costes y los beneficios de diferentes políticas públicas o decisiones privadas. Por último, analizando, cuando ya lo único posible es aprender de los errores, el modo en que las decisiones se tomaron y el impacto que las mismas tuvieron.El economista, por supuesto, es sólo una parte de un proceso más amplio de toma de decisiones. Una revisión rigurosa de algunas experiencias pone de manifiesto que la eficiencia económica (y cuánto menos la equidad) no son necesariamente un objetivo clave en el diseño de una política (Becker, 1993; Noll, 1998). Es habitual, por ejemplo, que los impuestos sobre combustibles estén diseñados para aumentar la recaudación fiscal y no para introducir incentivos o reflejar los daños que la contaminación atmosférica ocasiona sobre la salud humana, las explotaciones agrarias, los activos inmobiliarios de las ciudades o los ecosistemas. Es común, al mismo tiempo, que las decisiones sobre la matriz óptima de generación eléctrica de un país determinen un uso excesivo de fuentes no renovables e intensivas en emisiones contaminantes por entender que la generación de un kWh es menos costosa (aunque el precio del petróleo ayude a matizar esta tendencia). De hecho, es posible que esto sea así, si uno piensa en términos financieros, pero no menos probable que sea absolutamente incierto si se incorporan las externalidades de cada tecnología de generación a lo largo del ciclo de vida de dicho kWh. Algo similar podría afirmarse, por ejemplo, en el caso de las decisiones para priorizar un modo de transporte urbano sobre otro. No acaban ahí, sin embargo, las situaciones en las que un buen uso del análisis económico podría haber inducido a tomar mejores decisiones. Resulta fácil entender que las consideraciones que priman a la hora de talar una hectárea de bosque tropical primario no son económicas, sino estrictamente financieras. La integración del coste de oportunidad de la tala (en términos de pérdida de valores de uso indirectos como la preservación de la diversidad biológica, la captura de carbono o la prevención de riesgos naturales), hubiese conducido previsiblemente a la decisión opuesta. En la mayor parte de los casos, no es sólo una concepción restrictiva del análisis económico lo que conduce a decisiones equivocadas, sino su empleo menor o tardío. éste es, quizás, uno de los problemas esenciales: el análisis económico entra tarde en el ciclo de vida de un proyecto, un programa o una política.Esta guía pretende, de ese modo, contribuir en los diferentes retos señalados en esta introducción: mostrar las posibilidades del análisis económico en la evaluación de efectos ambientales de diferentes decisiones colectivas, ayudar a la identificación correcta de costes (o beneficios) externos, señalar el procedimiento secuencial que conviene seguir para su cuantificación en unidades físicas y, por supuesto, proporcionar conceptos e instrumentos para afrontar su valoración monetaria. Para ello, esta guía, elaborada a iniciativa de la CEPAL, incluye una reflexión sobre la necesidad de cuantificar y contabilizar debidamente las pérdidas (o ganancias) en el bienestar de la sociedad [capítulo 2] y el desarrollo de la metodología básica para afrontar el reto operativo de la valoración de estos efectos en términos monetarios [capítulo 3]. Posteriormente se profundiza en el enfoque metodológicamente más aceptado en la literatura científica: el enfoque de la ruta de impacto, especialmente relevante cuando se trata de evaluar las externalidades de las actividades de transporte o la generación de energía, por citar dos ejemplos especialmente notables [capítulo 4]. Los capítulos 5 y 6 incluyen algunas consideraciones específicas para impactos no estrictamente susceptibles de ser valorados siguiendo la metodología básica: los impactos asociados al calentamiento global o la valoración de daños sobre ecosistemas; se incluyen, igualmente, elementos de análisis en relación al concepto del ciclo de vida. Por último, el capítulo 7 presenta algunos de los proyectos de investigación más relevantes desarrollados en relación al análisis económico de algunas externalidades así como algunas herramientas de software que son empleadas para este propósito. Finalmente, la guía presenta un breve anexo que intenta mostrar al decisor una secuencia de preguntas que le ayudarán a evaluar si está en condiciones de desarrollar o licitar un estudio sobre externalidades ambientales (asociadas al transporte urbano rodado) o, en su caso, qué necesitaría para hacerlo.


Resumen
Las externalidades ambientales son sólo una clase particular de externalidades (o efectos externos). No son más importantes que cualquier otro tipo de externalidad económica pero no sería posible encontrar argumentos racionales para justificar que lo son menos. Si se desea adoptar decisiones más complejas y, por lo tanto, mejores, estas externalidades deberían ser debidamente cuantificadas e incorporadas en el marco de un análisis coste-beneficio de las decisiones públicas o privadas de la sociedad. En ese caso, pueden ser contabilizadas como costes de nuestras decisiones (aumento en la morbilidad como resultado de la contaminación atmosférica, daños en propiedades inmobiliarias en zonas rurales como resultado de inundaciones por una prevención inadecuada, etc., por citar algunos ejemplos) o, en su caso, como beneficios de las mismas (i.e., la reducción de la contaminación de las aguas en la cabecera de los ríos). A menudo se argumenta que el mayor obstáculo para incorporar estas externalidades en el análisis económico de políticas públicas o decisiones privadas tiene que ver con su dificultad para ser valoradas monetariamente. De hecho, tiende a hablarse de ellas en muchas ocasiones como efectos intangibles. Curiosa expresión si lo que se pretende sugerir es que una infraestructura física para el transporte o una unidad de energía obtenida a partir de la combustión de carbón son bienes tangibles y el ingreso hospitalario de ancianos con problemas asmáticos asociados al aumento de la concentración de contaminantes o el ruido asociado a la congestión urbana no lo son. Es posible que exista alguna razón para argumentar así pero, desde luego, no es fácil de detectar. Nadie mejor que un responsable de las cuentas públicas sabe que las importaciones de productos derivados del petróleo suponen una importante salida de divisas, de modo similar a como la atención primaria en centros hospitalarios por dolencias asociadas a la contaminación atmosférica urbana consume igualmente un volumen no despreciable de recursos públicos. El primer desafío, por lo tanto, consiste en reconocer su existencia. Sólo entonces podrá uno plantearse su valoración en unidades físicas, su traducción a unidades monetarias y su inclusión en un marco de análisis. Cabe recordar que la aproximación del análisis económico a la gestión económica de recursos naturales y la calidad ambiental (como parte del discurso sobre la sostenibilidad del modelo de desarrollo), ha sido especialmente intensa a lo largo de las tres últimas décadas. Los economistas han desarrollado (o adaptado, en el peor de los casos) un potencial analítico notable y numerosos instrumentos cuyo objetivo último es contribuir a optimizar los procesos de toma de decisión colectiva. En algunos ámbitos de la política ambiental y pese a notables dificultades de orden práctico, todo sugiere que el progreso ha sido notable (i.e. el mercado de permisos negociables de emisiones de gases de efecto invernadero en la Unión Europea); en otros, por el contrario, los avances son escasos cuando no contraproducentes. En esencia, hay dos motivos básicos que permitirían sostener esa visión algo escéptica. Por un lado, los procesos de toma de decisión se han mostrado impermeables, en muchas ocasiones, a las contribuciones del análisis económico. Bien es cierto que dicha desconfianza puede haber sido recíproca, como se pone de manifiesto en la escasa pedagogía de algunas propuestas sobre modificación de marcos de tarifas en el suministro de agua en la América Latina (pretendidamente sobre la base del principio de recuperación de costes), con evidentes impactos distributivos sobre los usuarios finales con menor ingreso per capita, por citar un ejemplo recurrente y especialmente nítido. Por otro lado, muchas veces la contribución del análisis económico ha quedado limitada a una esfera estrictamente financiera, cuya frontera debiera haber sido superada precisamente para incorporar efectos externos. Dicho de otro modo, se emplea la aportación de los economistas como expertos financieros cuando, quizás, el valor añadido reside en su contribución en el campo de la eficiencia estática y dinámica, en el análisis de impactos sobre el bienestar, y en consideraciones distributivas. En términos generales, la contribución del análisis económico a la definición de políticas ambientales integradas puede ordenarse en torno a dos fenómenos relacionados pero distintos: el creciente interés en el empleo de mecanismos basados en incentivos, y las posibilidades que ofrecen los instrumentos del análisis económico en los procesos de decisión pública: el análisis coste-beneficio, el análisis coste-eficacia, etc. La influencia del economista en la identificación de necesidades y la formulación o evaluación de políticas puede desarrollarse a diferentes niveles. En primer lugar, con una defensa racional del análisis económico como instrumento de eficiencia a través de sus propias investigaciones, su labor de divulgación o su actividad docente. En segundo lugar, analizando, como parte del proceso y en el marco del ciclo de una política, los costes y los beneficios de diferentes políticas públicas o decisiones privadas. Por último, analizando, cuando ya lo único posible es aprender de los errores, el modo en que las decisiones se tomaron y el impacto que las mismas tuvieron.El economista, por supuesto, es sólo una parte de un proceso más amplio de toma de decisiones. Una revisión rigurosa de algunas experiencias pone de manifiesto que la eficiencia económica (y cuánto menos la equidad) no son necesariamente un objetivo clave en el diseño de una política (Becker, 1993; Noll, 1998). Es habitual, por ejemplo, que los impuestos sobre combustibles estén diseñados para aumentar la recaudación fiscal y no para introducir incentivos o reflejar los daños que la contaminación atmosférica ocasiona sobre la salud humana, las explotaciones agrarias, los activos inmobiliarios de las ciudades o los ecosistemas. Es común, al mismo tiempo, que las decisiones sobre la matriz óptima de generación eléctrica de un país determinen un uso excesivo de fuentes no renovables e intensivas en emisiones contaminantes por entender que la generación de un kWh es menos costosa (aunque el precio del petróleo ayude a matizar esta tendencia). De hecho, es posible que esto sea así, si uno piensa en términos financieros, pero no menos probable que sea absolutamente incierto si se incorporan las externalidades de cada tecnología de generación a lo largo del ciclo de vida de dicho kWh. Algo similar podría afirmarse, por ejemplo, en el caso de las decisiones para priorizar un modo de transporte urbano sobre otro. No acaban ahí, sin embargo, las situaciones en las que un buen uso del análisis económico podría haber inducido a tomar mejores decisiones. Resulta fácil entender que las consideraciones que priman a la hora de talar una hectárea de bosque tropical primario no son económicas, sino estrictamente financieras. La integración del coste de oportunidad de la tala (en términos de pérdida de valores de uso indirectos como la preservación de la diversidad biológica, la captura de carbono o la prevención de riesgos naturales), hubiese conducido previsiblemente a la decisión opuesta. En la mayor parte de los casos, no es sólo una concepción restrictiva del análisis económico lo que conduce a decisiones equivocadas, sino su empleo menor o tardío. éste es, quizás, uno de los problemas esenciales: el análisis económico entra tarde en el ciclo de vida de un proyecto, un programa o una política.Esta guía pretende, de ese modo, contribuir en los diferentes retos señalados en esta introducción: mostrar las posibilidades del análisis económico en la evaluación de efectos ambientales de diferentes decisiones colectivas, ayudar a la identificación correcta de costes (o beneficios) externos, señalar el procedimiento secuencial que conviene seguir para su cuantificación en unidades físicas y, por supuesto, proporcionar conceptos e instrumentos para afrontar su valoración monetaria. Para ello, esta guía, elaborada a iniciativa de la CEPAL, incluye una reflexión sobre la necesidad de cuantificar y contabilizar debidamente las pérdidas (o ganancias) en el bienestar de la sociedad [capítulo 2] y el desarrollo de la metodología básica para afrontar el reto operativo de la valoración de estos efectos en términos monetarios [capítulo 3]. Posteriormente se profundiza en el enfoque metodológicamente más aceptado en la literatura científica: el enfoque de la ruta de impacto, especialmente relevante cuando se trata de evaluar las externalidades de las actividades de transporte o la generación de energía, por citar dos ejemplos especialmente notables [capítulo 4]. Los capítulos 5 y 6 incluyen algunas consideraciones específicas para impactos no estrictamente susceptibles de ser valorados siguiendo la metodología básica: los impactos asociados al calentamiento global o la valoración de daños sobre ecosistemas; se incluyen, igualmente, elementos de análisis en relación al concepto del ciclo de vida. Por último, el capítulo 7 presenta algunos de los proyectos de investigación más relevantes desarrollados en relación al análisis económico de algunas externalidades así como algunas herramientas de software que son empleadas para este propósito. Finalmente, la guía presenta un breve anexo que intenta mostrar al decisor una secuencia de preguntas que le ayudarán a evaluar si está en condiciones de desarrollar o licitar un estudio sobre externalidades ambientales (asociadas al transporte urbano rodado) o, en su caso, qué necesitaría para hacerlo.
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