Políticas macroeconómicas y vulnerabilidad social: la Argentina en los años noventa

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Políticas macroeconómicas y vulnerabilidad social: la Argentina en los años noventa

Resumen

Resumen Este trabajo presenta un análisis de las políticas macroeconómicas aplicadas en la Argentina a lo largo de los años noventa y de sus efectos sobre la vulnerabilidad social. Se describe inicialmente el esquema macroeconómico que estuvo vigente en todo ese período y se caracteriza su forma de funcionamiento. Luego se estudia la evolución del mercado de trabajo en una perspectiva agregada, atendiendo al hecho de que las condiciones de empleo y la evolución del desempleo son variables cruciales por su gravitación sobre la vulnerabilidad social. Posteriormente se examina la evolución de los ingresos medios y de su distribución, para enfocar finalmente el análisis del comportamiento de los indicadores de pobreza e indigencia. Cierra el trabajo una sección de conclusiones. El caso de la Argentina en los años noventa resulta particularmente interesante puesto que en esa década el país experimentó uno de los procesos más radicales de reforma económica orientados por el enfoque de libre mercado llevados adelante en el mundo en desarrollo. Las reformas liberalizantes tomaron impulso al mismo tiempo que se encaraba, a comienzos del decenio, un programa de estabilización de precios basado en la fijación del tipo de cambio y en el establecimiento de un régimen de caja de conversión. Ellas coincidieron también, en sus inicios, con un cambio muy favorable en el escenario financiero externo, que contribuyó a la consolidación de este conjunto de reformas y políticas y alentó -en materia de crecimiento e inflación- un desempeño macroeconómico mucho mejor que el que había caracterizado a los años ochenta. Pese a la mejoría del desempeño macroeconómico inicial en relación con la situación de marcada inestabilidad característica de los años ochenta, los efectos sociales de este esquema se mostraron problemáticos tempranamente, mucho antes de que la sustentabilidad del mismo entrara francamente en entredicho. Si bien en un comienzo, algunos indicadores sociales presentaron alguna mejoría, las dificultades para la generación de empleo, y en especial de empleos de tiempo completo, se hicieron evidentes ya en 1992, cuando la economía estaba expandiéndose aún a un ritmo muy elevado. Otros índices, como el de indigencia, también comenzaron a deteriorarse a poco de andar. Como suele suceder en todas las experiencias de estabilización con anclaje cambiario, en su fase inicial se verifica un proceso de apreciación. Eso contraría la prescripción ortodoxa relativa a la apertura comercial, puesto que se supone que la misma debe ser acompañada por un tipo de cambio elevado, de modo de compensar el efecto de la eliminación de las barreras no arancelarias al comercio y la reducción de aranceles. En la Argentina de los años noventa el impacto inicial negativo de la apertura sobre la ocupación no fue compensado por una relación de precios favorable a la producción interna, sino por la expansión del gasto alimentada por los ingresos de capitales. Sin embargo, esa expansión de la demanda encontró sus límites. Hay, en efecto, abundante evidencia empírica a favor de la idea de que la combinación de una política de estabilización basada en tipo de cambio fijo con una completa apertura a los movimientos de capitales da pie, no ya a un sendero de crecimiento estable, sino a una dinámica cíclica. En el caso argentino, ésta se vio acentuada por la estrecha relación, determinada por la vigencia de un régimen de caja de conversión, entre el resultado del balance de pagos y la dinámica macroeconómica interna. En síntesis: en las fases de expansión, como en el período previo a la crisis mexicana de 1994, por ejemplo, los ingresos de capitales superan al déficit en cuenta corriente; así, se acumulan reservas, se expande la cantidad de dinero y crédito y, con ello, aumenta la demanda agregada. Ahora bien, si como sucediera en esa fase inicial, la expansión de la demanda da lugar no sólo al crecimiento del producto sino también a alzas de precios (de bienes y servicios no transables, en particular), el tipo de cambio real declina. La expansión y la apreciación cambiaria contribuyen a su vez a deteriorar el saldo de la cuenta corriente del balance de pagos, principalmente debido al aumento de las importaciones. En otros términos, la vulnerabilidad financiera externa de la economía aumenta, lo que la hace más proclive a verse afectada por impactos negativos (como sucediera efectivamente tras la crisis de México de 1994, o con la crisis rusa de mediados de 1998). En esta situación, un cambio en los estados de opinión sobre la sustentabilidad de la trayectoria de la economía puede dar lugar a una reversión de la tendencia expansiva. Luego, durante la fase contractiva, el impacto negativo de las reformas sobre la ocupación se ve potenciado por otros dos efectos que operan en el mismo sentido: los que derivan de la apreciación cambiaria y los que resultan de la propia contracción. De este modo, invirtiendo la visión convencional de los procesos de reforma, los costos sociales de esta combinación de políticas y reformas son más intensos en una fase posterior, que en el comienzo de su aplicación. En resumen, la particular combinación de políticas de la Argentina de los años noventa no generó un crecimiento sostenido, sino una dinámica cíclica que, además, llevó, en el segundo ciclo, -que ocupa toda la segunda mitad de la década- a una depresión más que a una simple recesión, y finalmente, a la ruptura del régimen monetario. Dos elementos de esa combinación de políticas parecen particularmente problemáticos por sus efectos sobre la estabilidad, el crecimiento y el empleo: la movilidad irrestricta de capitales y la política cambiaria rígida que hacía enormemente difícil enfrentar el problema de la apreciación del peso. La etapa contractiva iniciada en 1998 fue inusualmente larga. El escenario deflacionario se prolongó apuntalado, por un lado, por las dificultades de la política económica para hacerle frente, puesto que la carencia de instrumentos, que era concebida en realidad como una virtud (frente a la discrecionalidad) mostró su lado negativo. Por otro, la dolarización de las relaciones financieras internas y la percepción, por parte del público, de que el sistema financiero estaba relativamente sólido, evitaron durante mucho tiempo el desenlace final, que tomó cuerpo a lo largo de 2001, cuando, intermitentemente, se desarrolló una corrida contra el peso y contra los bancos. En los años noventa, la generación de empleo fue afectada negativamente, no sólo por este comportamiento cíclico del producto, sino también por el proceso de apreciación cambiaria. En efecto, se muestra en el documento que la contracción de la tasa de empleo pleno, por ejemplo, se debió centralmente a la pérdida de puestos de trabajo en los sectores productores de bienes transables, principalmente en las manufacturas. Las firmas productivas debieron adaptarse a una configuración de precios relativos caracterizada, entre otros aspectos, por salarios mucho más elevados (medidos en dólares) que los que habían estado vigentes en la década de los años ochenta. Y lo hicieron de varios modos, que repercutieron, todos ellos, negativamente sobre la generación de ocupaciones, y en especial de ocupaciones de tiempo completo. Cabe enfatizar este punto porque, a lo largo del decenio, el muy decepcionante comportamiento del empleo fue la principal razón del deterioro de indicadores de vulnerabilidad social como los índices de pobreza e indigencia, y del cambio regresivo en la distribución del ingreso. Estos impactos fueron de tal magnitud que es concebible que hubiese sido muy difícil compensarlos mediante instrumentos de política social, los que -de todos modos- se utilizaron limitadamente en la década pasada. Ciertamente, el balance social de la década resulta decepcionante aun sin considerar el impacto de la crisis del régimen. Los indicadores distributivos se deterioraron notablemente en la segunda mitad de la década de los noventa, y los índices de pobreza e indigencia superaban significativamente, hacia el final del régimen de caja de conversión, los niveles de inicios del decenio. (Estos últimos, además, eran históricamente muy elevados, puesto que la economía venía de sufrir dos crisis hiperinflacionarias que habían generado, a su vez, una seria contracción de los niveles de actividad e ingresos). Sobrevenida la crisis de la caja de conversión, a los efectos de la contracción del empleo se agregó, en 2002, el fuerte impacto de la depreciación cambiaria sobre la inflación y, en consecuencia, sobre los ingresos reales de la población, provocando un deterioro adicional muy importante de las condiciones sociales. Se planteaba así un cuadro de vulnerabilidad social de una gravedad sin precedentes y, con ello, un serio desafío para el futuro inmediato.

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Resumen Este trabajo presenta un análisis de las políticas macroeconómicas aplicadas en la Argentina a lo largo de los años noventa y de sus efectos sobre la vulnerabilidad social. Se describe inicialmente el esquema macroeconómico que estuvo vigente en todo ese período y se caracteriza su forma de funcionamiento. Luego se estudia la evolución del mercado de trabajo en una perspectiva agregada, atendiendo al hecho de que las condiciones de empleo y la evolución del desempleo son variables cruciales por su gravitación sobre la vulnerabilidad social. Posteriormente se examina la evolución de los ingresos medios y de su distribución, para enfocar finalmente el análisis del comportamiento de los indicadores de pobreza e indigencia. Cierra el trabajo una sección de conclusiones. El caso de la Argentina en los años noventa resulta particularmente interesante puesto que en esa década el país experimentó uno de los procesos más radicales de reforma económica orientados por el enfoque de libre mercado llevados adelante en el mundo en desarrollo. Las reformas liberalizantes tomaron impulso al mismo tiempo que se encaraba, a comienzos del decenio, un programa de estabilización de precios basado en la fijación del tipo de cambio y en el establecimiento de un régimen de caja de conversión. Ellas coincidieron también, en sus inicios, con un cambio muy favorable en el escenario financiero externo, que contribuyó a la consolidación de este conjunto de reformas y políticas y alentó -en materia de crecimiento e inflación- un desempeño macroeconómico mucho mejor que el que había caracterizado a los años ochenta. Pese a la mejoría del desempeño macroeconómico inicial en relación con la situación de marcada inestabilidad característica de los años ochenta, los efectos sociales de este esquema se mostraron problemáticos tempranamente, mucho antes de que la sustentabilidad del mismo entrara francamente en entredicho. Si bien en un comienzo, algunos indicadores sociales presentaron alguna mejoría, las dificultades para la generación de empleo, y en especial de empleos de tiempo completo, se hicieron evidentes ya en 1992, cuando la economía estaba expandiéndose aún a un ritmo muy elevado. Otros índices, como el de indigencia, también comenzaron a deteriorarse a poco de andar. Como suele suceder en todas las experiencias de estabilización con anclaje cambiario, en su fase inicial se verifica un proceso de apreciación. Eso contraría la prescripción ortodoxa relativa a la apertura comercial, puesto que se supone que la misma debe ser acompañada por un tipo de cambio elevado, de modo de compensar el efecto de la eliminación de las barreras no arancelarias al comercio y la reducción de aranceles. En la Argentina de los años noventa el impacto inicial negativo de la apertura sobre la ocupación no fue compensado por una relación de precios favorable a la producción interna, sino por la expansión del gasto alimentada por los ingresos de capitales. Sin embargo, esa expansión de la demanda encontró sus límites. Hay, en efecto, abundante evidencia empírica a favor de la idea de que la combinación de una política de estabilización basada en tipo de cambio fijo con una completa apertura a los movimientos de capitales da pie, no ya a un sendero de crecimiento estable, sino a una dinámica cíclica. En el caso argentino, ésta se vio acentuada por la estrecha relación, determinada por la vigencia de un régimen de caja de conversión, entre el resultado del balance de pagos y la dinámica macroeconómica interna. En síntesis: en las fases de expansión, como en el período previo a la crisis mexicana de 1994, por ejemplo, los ingresos de capitales superan al déficit en cuenta corriente; así, se acumulan reservas, se expande la cantidad de dinero y crédito y, con ello, aumenta la demanda agregada. Ahora bien, si como sucediera en esa fase inicial, la expansión de la demanda da lugar no sólo al crecimiento del producto sino también a alzas de precios (de bienes y servicios no transables, en particular), el tipo de cambio real declina. La expansión y la apreciación cambiaria contribuyen a su vez a deteriorar el saldo de la cuenta corriente del balance de pagos, principalmente debido al aumento de las importaciones. En otros términos, la vulnerabilidad financiera externa de la economía aumenta, lo que la hace más proclive a verse afectada por impactos negativos (como sucediera efectivamente tras la crisis de México de 1994, o con la crisis rusa de mediados de 1998). En esta situación, un cambio en los estados de opinión sobre la sustentabilidad de la trayectoria de la economía puede dar lugar a una reversión de la tendencia expansiva. Luego, durante la fase contractiva, el impacto negativo de las reformas sobre la ocupación se ve potenciado por otros dos efectos que operan en el mismo sentido: los que derivan de la apreciación cambiaria y los que resultan de la propia contracción. De este modo, invirtiendo la visión convencional de los procesos de reforma, los costos sociales de esta combinación de políticas y reformas son más intensos en una fase posterior, que en el comienzo de su aplicación. En resumen, la particular combinación de políticas de la Argentina de los años noventa no generó un crecimiento sostenido, sino una dinámica cíclica que, además, llevó, en el segundo ciclo, -que ocupa toda la segunda mitad de la década- a una depresión más que a una simple recesión, y finalmente, a la ruptura del régimen monetario. Dos elementos de esa combinación de políticas parecen particularmente problemáticos por sus efectos sobre la estabilidad, el crecimiento y el empleo: la movilidad irrestricta de capitales y la política cambiaria rígida que hacía enormemente difícil enfrentar el problema de la apreciación del peso. La etapa contractiva iniciada en 1998 fue inusualmente larga. El escenario deflacionario se prolongó apuntalado, por un lado, por las dificultades de la política económica para hacerle frente, puesto que la carencia de instrumentos, que era concebida en realidad como una virtud (frente a la discrecionalidad) mostró su lado negativo. Por otro, la dolarización de las relaciones financieras internas y la percepción, por parte del público, de que el sistema financiero estaba relativamente sólido, evitaron durante mucho tiempo el desenlace final, que tomó cuerpo a lo largo de 2001, cuando, intermitentemente, se desarrolló una corrida contra el peso y contra los bancos. En los años noventa, la generación de empleo fue afectada negativamente, no sólo por este comportamiento cíclico del producto, sino también por el proceso de apreciación cambiaria. En efecto, se muestra en el documento que la contracción de la tasa de empleo pleno, por ejemplo, se debió centralmente a la pérdida de puestos de trabajo en los sectores productores de bienes transables, principalmente en las manufacturas. Las firmas productivas debieron adaptarse a una configuración de precios relativos caracterizada, entre otros aspectos, por salarios mucho más elevados (medidos en dólares) que los que habían estado vigentes en la década de los años ochenta. Y lo hicieron de varios modos, que repercutieron, todos ellos, negativamente sobre la generación de ocupaciones, y en especial de ocupaciones de tiempo completo. Cabe enfatizar este punto porque, a lo largo del decenio, el muy decepcionante comportamiento del empleo fue la principal razón del deterioro de indicadores de vulnerabilidad social como los índices de pobreza e indigencia, y del cambio regresivo en la distribución del ingreso. Estos impactos fueron de tal magnitud que es concebible que hubiese sido muy difícil compensarlos mediante instrumentos de política social, los que -de todos modos- se utilizaron limitadamente en la década pasada. Ciertamente, el balance social de la década resulta decepcionante aun sin considerar el impacto de la crisis del régimen. Los indicadores distributivos se deterioraron notablemente en la segunda mitad de la década de los noventa, y los índices de pobreza e indigencia superaban significativamente, hacia el final del régimen de caja de conversión, los niveles de inicios del decenio. (Estos últimos, además, eran históricamente muy elevados, puesto que la economía venía de sufrir dos crisis hiperinflacionarias que habían generado, a su vez, una seria contracción de los niveles de actividad e ingresos). Sobrevenida la crisis de la caja de conversión, a los efectos de la contracción del empleo se agregó, en 2002, el fuerte impacto de la depreciación cambiaria sobre la inflación y, en consecuencia, sobre los ingresos reales de la población, provocando un deterioro adicional muy importante de las condiciones sociales. Se planteaba así un cuadro de vulnerabilidad social de una gravedad sin precedentes y, con ello, un serio desafío para el futuro inmediato.
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